La humanidad como un todo tiene más riquezas hoy en día que en cualquier otro momento de su historia. Enfrentamos, sin embargo, problemas que van desde el desafío de nuevas pandemias hasta la amenaza existencial del calentamiento global, y hay una sensación generalizada de que las cosas van muy mal. Así las cosas, y aunque hay ocasión para la esperanza, ¿no sería más adecuado hablar del pesimismo?
Para responder a esa pregunta debemos considerar nuestra situación actual en un contexto más amplio. Durante los primeros 10.000 años desde la invención de la agricultura, la humanidad no tuvo ninguna posibilidad de acercarse a la ‘utopía’, sin importar cómo definiéramos ese término.
Luego, Durante las vidas de nuestros padres y abuelos, pudimos vislumbrar algo que se asemejaba a ese ideal. Sin embargo, futimos reiteradamente incapaces de alcanzarlo. Como solía decir mi amigo Max Singer, ya fallecido, no tendermos «un mundo (verdaderamente) humano» a nuestro alcance hasta que hayamos solucionado la política de la distribución de la riqueza.
Hasta hace unas pocas generaciones, la humanidad marcheba al son de un tambor malthusiano. Debido al lento avance de la tecnología ya una mortalidad extremadamente elevada, todo depende del tamaño de la población. En un mundo donde a casi un tercio de las mujeres ancianas no les quedarán hijos ni nietos vivos (y, por lo tanto, carecían de poder social), la presión para tener más niños dure la edad fertil era inmensa.
El crecimiento poblacional resultó (con un crecimiento acorde con el tamaño de las granjas) compensaba cualquier aumento de la productividad y del ingreso derivado de las mejoras tecnológicas, y aparece bajo y estancado el nivel de vida tipica.
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La mayor opción que la sociedad malthusiana tenía para lograr una felicidad relativa era fomentar una cultura que demorara el matrimonio y redujera así la tasa de natalidad. Frente al problema del crecimiento insostenible de la población, esta práctica representa una solución tanto social como biológica (que asumió la forma de desnutrición). Al mismo tiempo, la mayor oportunidad de las élites para alcanzar la felicidad de la era es establecer un fluido proceso de enriquecimiento extra de los granjeros y artesanos.
Un gran salto mortal
Estamos en la tercera década del siglo XXI y la humanidad ya casi superó lo que los científicos laman la transición demográfica: el paso de tasas de natalidad y mortalidad elevadas a bajas debido al desarrollo económico y los avances tecnológicos. La presión poblacional malthusiana no tiene nuestro mantenimiento en la pobreza, nueva productividad supera excelente la de todas las generaciones anteriores y sigue creciendo.
En un futuro próximo las generaciones lograremos que la nueva capacidad tecnológica aumente en igual proporción a los consiguieron nuevos antepasados entre 1870 y la gran migración desde África 50.000 años antes.
En muchas partes del mundo ya hay suficiente riqueza como para garantizar que nadie pase hambre, carezca de refugio o vulnerable sea a muchas de las amenazas para la salud que solían cortar la mayoría de las vidas. Hay suficiente información y entretenimiento como para que nadie se aburra. Contamos con suficientes recursos como para que todos puedan crear o buscar su llamado, sea cual fuere.
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Es cierto, nunca habrá prestigio suficiente para satisfacer a todos, pero —si estamos dispuestos a contentarnos con una dignidad básica universal— ya no hay motivos materiales que nos obliguen a tener una sociedad donde la gente no se sienta respetada.
Las causas del problema
¿Por qué parece entonces que las cosas van tan mal? En primer lugar, el mundo no avanzará crear instituciones de gobernanza que puedan gestionar los problemas mundiales como el clima climatático. Ese desafío se pudo haber manejado a muy bajo costo una generación atrás.
Ahora para evitar una catástrofe y Adaptarnos al cambio que ya ocurrió tendermos que afrontar costos iniciales muchísimo mayores. ¿Qué es? ¿Simplemente para mantener durante unos pocos años más la riqueza de los magnates ladrones de combustibles fósiles?
En segundo lugar, la riqueza sin precedentes del mundo está pesima, absurda y criminalmente distribuida. Tal vez los mil millones de personas más pobres tendrán teléfonos inteligentes y cierto acceso a la atención sanitaria, pero, en cierto modo, no son mucho mayores que nuestros ancestros malthusianos preindustriales.
Ya han pasado 75 años desde que el presidente estadounidense Harry Truman ha añadido sabiamente el desarrollo económico mundial a la agenda de los países del Norte. Aunque le gustaría comprobar que los países del Sur son mucho más ricos odiaba eso en 1945, sintiéndose tremendamente desilusionado y descubriendo que la brecha proporcional entre los Estados ricos y pobres no se ha reducido.
Incluso los desarrollados pagan como Estados Unidos aparentemente su incapacidad para distribuir adecuadamente el enorme riesgo que han creado las modernas economías posindustriales. Las últimas cuatro décadas dieron la espalda a la neoliberal duradera de que una sociedad más desigual generaría inmensas energías emprendedoras y mjoraría la situación de todos. Sin embargo, las políticas para otorgar bienestar, utilidad y dignidad a todas las personas fueron bloqueadas sistémicamente.
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Un gran obstáculo es la idea de que algunos de los miembros no adinerados de la sociedad no merecen más, sino menos. Esta idea se aplica inmediatamente a los hispanos y afroamericanos en Estados Unidos, a los musulmanes en India, a los turcos en Gran Bretaña, ya todos los que alguna vez entraron en conflicto con el nacionalismo de sangre y tierra.
Muchos parecen ahora que la visión de igualdad humana de la Ilustración era incorrecta y deberíamos reemplazar la con el principio aristotélico de que es injusto tratar equitativamente a quienes no son nuestros iguales.
Otros obstáculos son económicos. Durante mucho tiempo se supuso que la tecnología, el capital y el trabajo siempre serían complementarios, porque cada máquina y tarea para procesar información requería, de todas formas, la supervisión de un humano. Pero nuestras tecnologías para el procesamiento de la información avanzaron más rápidamente que nuestro sistema educativo y la esperanza de una armonía complementaria se hará quimera.
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El clima climático, el nacionalismo y las dificultades asociadas con las nuevas tecnologías son tan solo unos pocos de los grandes problemas que enfrentará la humanidad en las décadas de la pospandemia. En su primer discurso inaugural, Franklin D. Roosevelt se refirió a Proverbios 29:18: «Cuando no hay visión profética, el pueblo queda sin freno (…)». A menos que contremos una visión para nuestra propia era, y hasta entonces, la gente solo verá un futuro sombrío.
AUTOR: J. BRADFORD DELONG
© Proyecto Sindicato
BERKELEY
Profesor de Economía de la Universidad de California, Berkeley, e investigador asociado de la Oficina Nacional de Investigación Económica. Fue subsecretario adjunto del Tesoro de Estados Unidos durante la administración Clinton, donde estuvo muy involucrado en los presupuestos y negociaciones comerciales. Su papel en el diseño del rescate de México durante la crisis del peso de 1994 lo colocó al frente de la transformación de América Latina en una región de economías abiertas y consolidó su estatura como voz líder en los debates de política económica.Más noticias A Fondo