Hubo un tiempo no muy lejano donde los economistas respondían al unísono a la pregunta de si invertir más recursos públicos en educación iba a suponer automáticamente tener mejores resultados: “no necesariamente, lo que cuenta no es el cuanto sino el cómo”. Lo habitual era hacerlo apoyándonos en la famosa gráfica (¿recuerdan?) de la curva de la OCDE de inversión y resultados, que mostraba que, a partir de un punto, la pendiente creciente se volvía plana. Después lo rematábamos con los estudios de los años 80 y 90 de autores como Eric Hanushek a partir de datos individuales y metodologías correlacionales, cuyos resultados no eran del todo concluyentes. Y con eso, debate zanjado.

Por suerte para los que seguimos creyendo en las virtudes de nuestra disciplina y por desgracia para quienes consideran la “ortodoxia económica” una suerte de tótem ideológico inamovible, los últimos años han sido especialmente provechosos en la investigación que relaciona inversión y resultados. Esto ha sido gracias a dos pequeñas y silenciosas revoluciones que se han producido en los últimos 25 años. La primera es la que tiene que ver con la creciente disponibilidad de datos administrativos en el ámbito educativo, algo que está llegando también a nuestro país: cientos millones de registros individuales de inversiones, programas, matrículas, resultados, ausencias, hojas de vida laboral o programas de becas para fines investigadores. La segunda revolución se explica por el lento pero inexplorable cambio de paradigma de la ciencia económica como una disciplina que ha centrado parte de su interés en la explicación del “por qué de las cosas” a través de la identificación de los fenómenos causales, algo reconocido en los premios Nobel de 2019 y 2021, este último con especial énfasis en la educación y el empleo.

Bajo estos mimbres, una nueva generación de economistas ha logrado llevar lo que la economía puede aportar a la educación a otro nivel. Normalmente ocurre con datos de Estados Unidos, algo que debe ampliarse a otros lugares. Quizás su mayor exponente es Kirabo Jackson, economista americano con ascendencia caribeña nacido en 1980, doctor por la Universidad de Harvard y catedrático en la Universidad de Northwestern. Jackson y otros jóvenes brillantes economistas se han pasado los últimos 15 años desengranando la famosa pregunta de la inversión y los resultados, pero lo han hecho con mejores datos, más información sobre los resultados académicos y socio-emocionales y utilizando las técnicas estadísticas y econométricas más recientes orientadas a identificar los fenómenos causales.

En un reciente artículo que resume toda la evidencia reciente, Jackson y su co-autora Claudia Persico presentan los resultados de estos 25 años de investigación y explican sus implicaciones de manera inapelable. Lo primero, el crecimiento de resultados de aprendizaje a los 9 y 13 años entre 1978 y 2012 años ha sido claro y nítido y ha ido a la par de un crecimiento del 130% de la inversión pública. ¿Significa eso causalidad entre inversión y resultados? En absoluto, pero cobra la forma de una hipótesis plausible a comprobar. El segundo punto del artículo es la mala interpretación estadística por parte de Hanushek de los estudios correlacionales de los años 80 y 90 como ausencia de evidencia suficiente para concluir la famosa relación positiva: esos estudios mostraban un efecto positivo o nulo, pero al ser estudios con muestras pequeñas, reducía en muchos casos su capacidad estadística de obtener resultados fiables, algo que los nuevos estudios han permitido sortear con bases de datos gigantes.

El tercer punto es un repaso de toda la investigación con mejores datos e identificación causal de los últimos diez años, que muestra cómo las reformas que incrementaron el gasto educativo o simplemente incrementos de gasto exógenos mejoraron los resultados. También hay evidencia fuerte de lo contrario con datos de la Gran Recesión: la caída de la inversión redujo los resultados de aprendizaje y el acceso a la universidad. Incluso un trabajo recientemente publicado muestra de manera causal cómo el aumento en gasto en bienes de capital e infraestructuras también está asociado a mejora educativa cuando se trata de mejorar la calefacción, climatización y ventilación y, en cambio, aumenta el precio de la vivienda (pero no los resultados educativos) cuando mejoran las instalaciones deportivas. El resumen de los dos meta-análisis hasta la fecha de todos estos estudios, uno liderado por el propio Jackson y otro por el equipo de Hanushek, vienen a concluir de manera similar que cada 1.000 dólares de inversión por alumno mejoran los resultados educativos entre un 4% y 5% y mejoran el acceso a la universidad entre 3 y 4 puntos porcentuales. El resultado es que estas inversiones son rentables socialmente en el largo plazo, aunque el impacto es menor que, por ejemplo, las inversiones en educación infantil.

¿Garantizan estos resultados un impacto positivo de la financiación en cualquier contexto? En absoluto. La investigación puede y debe guiarnos hacia políticas e inversiones que generan mejores resultados que otras y por tanto evitarnos inversiones que, aunque sean muy populares (bajar la ratio en todos los centros por igual) traen peores resultados que otras alternativas. Saber si un tipo de inversión es más eficaz que otra es fundamental y debe guiarnos cuando se trata del buen uso del dinero público. Pero antes de eso, paremos y dejemos claro que, gracias a los avances de la ciencia económica y la disponibilidad de los datos, el debate entre invertir más o invertir mejor debería zanjarse, porque ahora, sí, sabemos que se trata de una dicotomía falsa.

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