El informe presentado este viernes por el Defensor del Pueblo no cierra, desgraciadamente, la investigación sobre los abusos sexuales ocurridos en el ámbito de la Iglesia católica española durante décadas porque no incluye la plena admisión de responsabilidad por parte de la jerarquía de esta institución ni su compromiso efectivo de poner en marcha los mecanismos necesarios, no solo de reparación por lo ocurrido hasta ahora, sino también, y sobre todo, los recursos de prevención que permitan controlar en el presente y en el futuro hechos parecidos en colegios e instituciones dependientes de la Iglesia católica.

Los periodistas que abrimos esa investigación en el diario El PAÍS, en septiembre de 2018, lo hicimos conscientes de que los abusos sexuales en el ámbito de la Iglesia católica española estaban muy extendidos, pero eran objeto de una espesa capa de ocultación y silencio. Quisimos ante todo dar voz a las víctimas, que se habían visto maltratadas durante años por la jerarquía eclesiástica y abandonadas en su dolor por una sociedad incapaz de hacer frente a una institución poderosa que se negaba, no solo a reconocer esa realidad sino, lo más importante, a ponerle realmente coto. Porque lo que descubrió el equipo de periodistas que asumió el paciente trabajo de acumular datos y recoger testimonios fue que la jerarquía de la Iglesia, en la mayoría de los casos, y pese a tener amplia constancia de los abusos e incluso denuncias de familiares, se había limitado a trasladar a los clérigos abusadores, permitiendo incluso, en demasiadas ocasiones, que siguieran ejerciendo la docencia o su ministerio.

La investigación, que sigue activa, exigió —y exige— tenacidad y convicción de que se trataba de un trabajo necesario para el conjunto de la sociedad española. Y una dosis extremada de profesionalidad para asegurarse de que todos y cada uno de los datos que se iban a ir publicando habían pasado por repetidos controles de veracidad. Las entrevistas personales con las víctimas constituyeron una fuente de dolor para los propios reporteros, abrumados por la soledad en la que habían vivido todas esas personas y su necesidad de reconocimiento y reparación. Hay que decir que en la inmensa mayoría de los casos investigados, los periodistas de EL PAÍS se encontraron con muros de silencio y la rotunda negativa de numerosos obispos a confirmar las denuncias y ofrecer explicaciones sobre el destino de los abusadores. Una y otra vez, los periodistas ofrecieron sus datos a esa jerarquía con la esperanza de que las víctimas encontraran, por fin, apoyo y reparación. Desgraciadamente, en muy pocos casos se produjo ese alivio.

Esa falta de colaboración, resaltada también en el informe del Defensor del Pueblo, sigue siendo una de las peores constataciones a las que llegó este periódico. Hasta el extremo de que una de las partes fundamentales de la investigación de EL PAÍS pasó a ser el comportamiento cómplice de un buen grupo de esos obispos “negacionistas”. Su negativa a colaborar y sus repetidos intentos de obstaculizar la investigación (que nunca encontraron eco ni en la dirección ni en la empresa de este periódico) partía quizás de la obtusa creencia de que EL PAÍS estaba dando pie a un escándalo, cuando el escándalo era precisamente su ocultación. Incluso el Vaticano, y muy especialmente el papa Francisco, a quien el corresponsal de EL PAÍS en Roma entregó toda la documentación reunida por el periódico sobre cientos de casos concretos de abusos cometidos por curas y religiosos sobre niños y niñas a lo largo de décadas, mantuvo una actitud más interesada en la verdad y más compasiva.

Como la directora de El PAÍS que puso en marcha esta investigación, quiero dejar aquí constancia de mi admiración por el equipo de compañeros que mantuvo sin desmayo la búsqueda de datos y, en definitiva, la búsqueda de la verdad. Sin su trabajo de excelencia profesional, las víctimas no hubieran encontrado su voz y la sociedad española seguiría permitiendo la ocultación de hechos vergonzosos y crueles.

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